viernes, 29 de octubre de 2010

Sobrevivir al olvido

Javier Montilla*

Hace un tiempo acudí a una exposición muy interesante en el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona (CCCB). Se trataba de una muestra titulada Somalia, el rastro invisible. Lejos de la efigie fácil y lacrimosa, la imagen y la palabra se utilizaban para poner en relieve uno de los conflictos más olvidados del panorama mundial, apuntando a las causas y a los actores responsables, pero, sobre todo, buscando una reflexión en voz alta sobre el sufrimiento de las poblaciones invisibles, atrapadas entre el olvido y la violencia. Supongo que son esas imágenes las que se quedan grabadas en la psique de forma duradera y que uno no se las puede quitar de la cabeza con facilidad. Esa es la diferencia entre el lenguaje y la visión. Al contrario que las palabras, las miradas, los rostros y la emoción contenida, duran para siempre. Como la tragedia del terremoto de Haití.


Los meses han ido pasando y este pequeño país ha caído en el olvido. Era predecible, pero no por ello deja de ser triste. Ya sé que alguno de ustedes puede pensar que este artículo no deja de ser uno más de la cuota de los buenismos oficiales y oficiosos, dulcificado con palabrería barata sobre las tragedias que nos quedan demasiado lejos. Porque claro, necesitamos nuestras dosis de niños africanos, sus tripitas hinchadas y moscas. Necesitamos estremecernos con las lapidaciones y ablaciones del clítoris en las repugnantes teocracias islamistas. O llevarnos las manos a la cabeza con los cientos y cientos de vulneraciones de los derechos humanos que se producen cada día en el mundo sin que, a la sazón, seamos capaces (yo el primero) de mover un dedo para que cambie. Y todo esto para darnos cuenta de lo afortunado que somos.

Con todo, Haití sigue pesando como una losa sobre las conciencias. Aunque no resulta de ser paradójico. Porque las catástrofes se suceden a tal velocidad que a menudo se entrelazan unas con otras. Y para muestra, las terribles inundaciones de Paquistán, cuya virulencia ha producido el mayor desastre natural de su historia, con 20 millones de afectados. O el reciente tsunami en Indonesia, con cientos y cientos de fallecidos. Sin embargo, el terremoto del país de las Antillas, pertenece a la categoría de lo imperecedero y de lo inclasificable: 250.000 muertos. Ese día la Tierra se zarandeó tan fuerte que molió a todos los habitantes de ese empobrecido país, dejando a su paso aridez, muerte y desesperación en todos sus rincones.

Haití era antes el país más pobre de América. Ahora es también el más desarmado. Lo denuncia cada día, con una valentía y un coraje admirable, Médicos del Mundo. Mucha gente que huyó de los edificios desvanecidos todavía tiene miedo a buscar refugio entre las ruinas. Las heridas siguen ahí. Se refugian bajo las lonas y las tiendas de campaña más débiles, corren tras ellas para agarrarlas cuando el viento se las lleva, y conviven con sus nuevos vecinos en desordenados emplazamientos urbanos. Un panorama verdaderamente atroz. Leía en una maravillosa crónica publicada en el magazine de La Vanguardia que, desde el aire, Puerto Príncipe parece una pleamar de lonas azules. Triste pero real.

Tras este hecho, el pueblo haitiano pidió que no lo olvidaran. Durante dos semanas el mundo enteró centró sus esfuerzos de solidaridad en ese país. Sin embargo, poco a poco el olvido llega y Haití se queda solo. Las condiciones de vida son muy duras y la frustración crece. Y, mientras tanto, con la atención del mundo desviada a otros asuntos, son los haitianos los que deben levantarse por sí mismos. La ayuda humanitaria ha mantenido a la gente con vida, pero no es suficiente para paliar algunas de sus mayores necesidades.

Diez meses después, Puerto Príncipe todavía no tiene un lavado de cara, aún ofrece el panorama de una ciudad ruinosa: tiendas de campaña, duchas y clínicas improvisadas; barrios llenos de escombros donde los residentes regresaron a casas que permanecen en ruinas. Los haitianos viven otra realidad, allí no se habla de la crisis económica, ni de la dependencia del petróleo, ni de los fichajes estratosféricos del mundo del futbol. Allí, la arena sigue ardiendo, pero sin rastro de humo. La tierra sigue clamando y la muerte y sus cómplices intervienen en un gran teatro exterior, desenfocado para el gran público, en un lugar incrustado en Antillas y absolutamente condenado a la deriva.

No hay duda. Haití equivale a un nada de arena que arde demasiado lejos de nuestros asuntos, de nuestros intereses más inmediatos. Y, con todo, lo único que la gente espera es recuperar sus hogares y vivir con sus seres queridos. Y, sin embargo, este olvido infecto, parafraseando al genio Borges, debería ser la única cosa que jamás existiese. No obstante, me temo que entre todos estamos contribuyendo a que esto ocurra.

*Javier Montilla, Columnista y escritor. Es autor de "Alhayat, "Los Expulsados del Paraíso", "El corazón de la tortura", "No sólo duelen los golpes" y "La sociedad arco iris. Es director de Kultura Libre y Jefe de Cultura y Espectáculos de El Librepensador además de columnista semanal de El Plural y Nueva Tribuna

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