sábado, 25 de febrero de 2012

El Imperialismo belicista de la democracia occidental - Nicole Schuster

INTRODUCCIÓN
Desde un punto de vista racional, el discurso sobre la democracia que los Gobiernos occidentales difunden para justificar sus intervenciones militares en otros países resulta esquizofrénico si lo contraponemos al desprecio que esas potencias muestran hacia los civiles del país atacado. Y la verdad es que los bombardeos aéreos masivos de Occidente contra la población y la infraestructura civil de países subdesarrollados, que prefieren eligir su propio modelo de desarrollo y no acatar de forma incondicional el modelo neoliberal (como fue el caso de Libia y es el de Siria), invalidan la teoría de los “demócratas” occidentales según la cual el pueblo es un ente soberano y libre.


Es decir, paralelamente a un discurso que vehicula la idea de que occidente promueve valores democráticos, se está instaurando la “democracia” en el mundo recurriendo a políticas hegemónicas depredadoras así como pisoteando los derechos y la integridad física de otros. Sin embargo, esta contradicción entre práctica y teoría no es algo nuevo. Marca más bien la continuación de una tradición que ha demostrado y sigue demostrando que, en la democracia, el pueblo no necesariamente tiene el poder, y que democracia e imperialismo non son dos conceptos antitéticos puesto que, históricamente hablando, han cohabitado sin sufrir fricciones.
Más aún, el imperialismo ha sido siempre el corolario de la democracia. Enfocar la democracia de manera racionalista y formal y pretender que los gobiernos demócratas deberían ser pacifistas procede por lo tanto de una posición discursiva científico-académica estéril que choca con el realismo occidental.
En otras palabras, la política hegemónica de occidente es totalmente compatible con los modelos de democracia que hemos experimentado desde la Grecia antigua.

.DEMOCRACIA E IMPERIALISMOAún  si es sólo con Tucidides(1) que aparece el término imperialismo, que se define como “la práctica por un Estado de colocar otros países bajo su dependencia”, la política de Atenas en los siglos V y IV antes de nuestra era se asemejaba mucho a esa descripción(2). El poder de Atenas se sustentaba en su fuerza militar, marítima y en una política de carácter diplomático-militar destinada a formar alianzas para reforzar su influencia. Pericles(3), el dirigente y estratega ateniense, encarnó esta línea política exterior al consolidar el imperio de la confederación de Delos, que tenía por objetivo la defensa, frente al reino persa, de los intereses de Atenas ante todo y luego de los de las ciudades que pertenecían a esa coalición. Éstas tenían una condición de casi vasallas frente a la ciudad madre(4), lo cual recuerda la posición actual de la mayoría de los gobiernos occidentales para con Estados Unidos.





Elegido democráticamente en catorce oportunidades, Pericles era tan imbuido de sueños de gloria y de poder con respecto a la ciudad democrática de Atenas que quiso convertirla en un emblema de grandeza y de superioridad militar en el mundo. La precipitó por lo tanto en la guerra del Peloponeso, de la que, un cuarto de siglo después, Atenas salió exsangüe. Eso llevó Platón poco después a fustigar la democracia y su empeño imperialista y marítimo que, según él, fueron los promotores directos de la decadencia de Atenas(5).

Casi dos milenios y medio más tarde, el francés Alexis de Tocqueville(6), de condición aristócrata, se erigió en gurú y teórico supremo de la democracia en Estados Unidos. Su ideal de democracia no le impedía argumentar a favor de la política imperialista de Francia en África del Norte. Por el contrario, este supuesto gran amante de la democracia consideraba que la potencia francesa debía, para “detener el declive internacional que la afectaba (…) y contrarrestar las potencias marítimas y militares inglesa y española, poner pie firme en el continente africano” a fin de “transformar Argel en un puerto militar gigante a partir del cual se podrían lanzar operaciones destinadas a colonizar el territorio interno, a apoderarse del litoral y a controlar mejor el mar mediterráneo”. No importaba que, durante estas campañas “civilizadoras”, millares de autóctonos fuesen objeto de una represión despiadada y resultasen expulsados de su hábitat mientras se asignaba las mejores tierras a los colonos franceses(7). En efecto, para Tocqueville no había ninguna contradicción entre el Estado de Derecho (que Francia representaba) y los crímenes masivos cometidos por la potencia invasora, ya que, como afirmaba: “estos actos emanan de un Estado respetuoso de los derechos fundamentales para con los que considera como miembros de su comunidad nacional”(8).
O sea, Tocqueville no tuvo ningún reparo en hacer equivaler las nociones de Estado de derecho y de Estado colonial.

El trabajo teórico y las alabanzas de Tocqueville en cuanto al carácter puro de la democracia estadounidense le venían de perilla al Presidente Monroe(9) y justificaban la puesta en práctica de su doctrina hegemonista. De hecho, la doctrina Monroe(10), inspirada y elaborada por el secretario de Estado estounidense Quincy Adams, procede directamente de una voluntad expansionista, puesto que se inscribe en el contexto de los movimientos de independencia que se desencadenaron en las colonias españolas en el siglo XIX. Quincy Adams vio en la consecuente pérdida de control que sufría el imperio hispánico una ocasión para acapararse del mercado constituido por las nuevas repúblicas de América latina. Como se desprende de lo anterior, la doctrina Monroe nació del deseo de formalizar el protectorado de Estados Unidos sobre América Latina, la cual se convirtió en su patio trasero y, por ende, en la fuente de abastecimiento en materias primas de las industrias norteamericanas(11). En otras palabras, sólo se trataba de un cambio de cara en la escena geopolítica mundial, o sea del reemplazo de una potencia hegemonista (España) por otra emergente (Estados-Unidos).

Luego de Monroe, varios presidentes(12) buscaron, a través de su práctica política, ampliar el alcance de la Doctrina Monroe al mundo entero. En una época más reciente, y al igual que sus antecesores, el presidente Clinton se plegó fielmente al espíritu apostólico del “destino manifiesto” que habita el imaginario colectivo de su país desde su conquista por los pioneros calvinistas(13). Clinton, al que se le atribuye la “doctrina de las guerras humanitarias”(14), hizo recordar al mundo que Estados Unidos se considera un pueblo marcado por el excepcionalismo, portador de una ideología bendecida por Dios, y cuya misión sigue siendo la de “democratizar al mundo”. Enunció en sus discursos de Estrategia de Seguridad Nacional tres objetivos que quedaron vigentes a lo largo de sus dos mandatos, y que son la expresión de esta vocación mesiánica, a saber: reforzar la seguridad de Estados Unidos para contrarrestar toda agresión, promover la prosperidad interior gracias a la apertura de los mercados internacionales, y ampliar la comunidad de naciones democráticas. Para Clinton, el mercado constituye el núcleo central de la democracia y, por tanto, de la política exterior estadounidense(15), por lo que todo lo que va en contra del mercado va en contra de los intereses norteamericanos. Ello significa que para paliar los obstáculos que impiden la extensión del mercado neoliberal en el mundo, Estados Unidos puede sin problema arrogarse el derecho de usar de la fuerza militar contra los disidentes del capital.

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http://politicasociedad.blogspot.com/2012/02/el-imperialismo-belicista-de-la.html

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